Cuando Inglaterra quiso cambiar Gibraltar por Ceuta
Opinión. Pascual Rosser Limiñana
Después de recorrer media Europa, viró hacia España en busca de ese país tan desconocido por algunos y tan anhelado por muchos. Unos la consideraban un país exótico, pobre, pero al mismo tiempo lleno de sorprendentes sorpresas. En cambio, otras personas veían a España heredera de su propia historia, de su grandeza en las artes, en las letras, y en la cultura en general, con mucho que admirar. Entre los segundos estuvo Valery Larbaud (Vichy, Francia 1881-1957). Y la mejor manera de conocerla era sobre el terreno. Entre las muchas ciudades españolas que visitó eligió Alicante para establecerse, trabajar y –quizá- casarse y hacer de Alicante su ciudad española de residencia. En breve se lo cuento, sus peripecias son también reflejo de la sociedad con la que convivió y compartió tantas cosas.
Su primer viaje a España fue para conocer San Sebastián (1897). Viajó con su madre, una mujer con carácter que deseaba lo mejor para su hijo – todas lo quieren, la diferencia es cómo y de qué manera hacerlo – educándole con excesiva protección por ser hijo único y huérfano de padre desde muy pronto. Su problema no era el dinero, de eso tenían mucho, fueron herederos del famoso manantial termal Larbaud-Saint Yorre. Su preocupación era ayudarle a labrarle un buen porvenir.
Quería saber más de España por lo que la visitó de nuevo en 1898, también con su madre, recorriendo Madrid, Toledo, Sevilla, Algeciras, Granada, Zaragoza, Barcelona, … Era una forma de empaparse de la cultura española y de enamorarse de ella sin perderse nada, igual iban a una corrida de toros que a una zarzuela, a un museo que al teatro. Valery, con 23 años, volvió a España (1904) acompañando a Inga, una bailarina alemana de origen sueco que conoció en París. Ella quería saber del origen y la cultura del baile español. Después Valery viajó a París y Londres.
Regresó en 1916. Visitó Barcelona, Valencia. Málaga, Cádiz, Sevilla y Madrid. Ya ve, era trasero de mal asiento, inquieto, con ganas de aprender, pero todo tiene un límite. Después de una larga estancia en la capital de España, volvió a Vichy. Cansado de tanto viaje quiso visitar y establecerse en una ciudad pequeña, tranquila, huyendo “de la atmósfera irrespirable de la guerra” (IGM), donde trabajar como traductor. Lo era del inglés Samuel Butler, entre otros autores. Era su oficio, quería ser independiente económicamente. Y eligió Alicante, ya se lo he dicho, en otoño de ese año.
Le impresionó la luz inmaculada de la capital alicantina, y a quien no, de estar tan cerca y sin dar la espalda al mar, de la playa del Postiguet, de los Balnearios en su orilla, del Paseo de la Explanada, del Real Casino, del puerto… Todos ellos le acompañaron en su devenir cotidiano, ya verá. Cuenta en su libro Diario alicantino que le gusta pasear –también– por el parque de Ramiro, del que dijo es “un pequeño jardín que lo prefiero al Jardín Botánico de Nápoles y al del Casino de Montecarlo”. Casi nada. Son los de fuera los que tiene que contar las excelencias de Alicante para que los alicantinos se lo crean.
Sin conocer a nadie en Alicante se fue rodeando de personas a las que les fue cogiendo afecto, sin distinción de condición ni de clase, y algunas llenaron su corazón hasta enamorarse. De una de ellas, Rafaela, hija de José Guardiola. Pidió permiso para casarse con ella. Sus padres se lo negaron por la diferencia de edad. Valerio, como le llamaban en Alicante castellanizando su nombre, escribió en su diario “de buena me he librado”; no estaba muy convencido con el matrimonio. Hubo otros enamoramientos que no pasaron a mayores.
Hizo amistad con la dueña y huéspedes de la pensión donde vivió en Alicante por primera vez, con los empleados y clientes del hotel Samper donde se hospedó después; con el vecindario de los pisos que fue adquiriendo según necesidades en la calle Bazán, Mayor o Canalejas. Se supo rodear de un grupo de personas que llenaban sus días cuando descansaba de su trabajo como escritor o traductor y cuando su maltrecha salud se lo permitía. Entre ellos, el escritor Eduardo Irles, que se hizo su amigo inseparable; Higinio Formigós –se convirtió en su médico personal-; Luigi Ardini, cónsul de Italia; el músico Óscar Esplá; el pintor Ramón Ferretes; el economista Germán Bernácer; el escritor Gabriel Miró…
De Gabriel Miró escribió en su Diario alicantino que “espero que se llegue a considerar a Miró como el mejor escritor que ha tenido España desde Bécquer y Larra. Es definitivamente más cultivado que todos esos Echegaray, Benavente, Galdós y otros afrancesados literarios”. Se empeñó, hasta que lo consiguió, que su editor en París comprara derechos de autor de varias de las obras de Miró para, una vez traducidas al francés, venderlas en Francia. Larbaud se especializó también en traducir obras de Gómez de la Serna.
En su nombrado Diario alicantino, prologado por José Luís Cano y editado por el Instituto Juan Gil Albert, Valerio menciona que ha leído la noticia que Inglaterra propone cambiar Gibraltar por Ceuta. Y así fue, aunque hoy parezca un disparate. Estaban en plena I Guerra Mundial. Los británicos querían tener a la España neutral como aliada contra el Kaiser Guillermo II. Y una forma de hacerlo era ceder con el tema de Gibraltar. Antes incluso de la guerra, los ingleses habían elaborado un informe a través de la Comisión de Defensa Imperial en el que se afirmaba que Gibraltar era indefendible con los avances en aviación aérea, zepelines, proyectiles y bombas. No ocurría esto con Ceuta, que consideraban era más fácil de defender. Por parte de España se valoró la iniciativa. Los que estaban a favor era por evitar el permanente conflicto con las tribus del norte de África. Los africanistas españoles estaban totalmente en contra. Pero esa es otra historia que quizá les cuente otro día para no desviarme de las peripecias de Valerio por tierras alicantinas.
Larbaud se sentía como un alicantino más, estaba integrado, nadie le trataba como un extraño ni como un extranjero de paso. Sus días eran muy parecidos según el clima. En verano madrugaba para ir temprano a bañarse en la playa del Postiguet, luego iba al Real Casino a desayunar, paseaba por la Explanada, trabajaba unas horas, después comía –a veces en el restaurante de los Baños de Diana–, si era en casa dormía la siesta, luego visitaba a Formigós cuya tertulia era muy interesante, después a Oscar Esplá, Miró o Guardiola o los veía en casa de uno de ellos. Si había un piano, Esplá siempre tocaba una de sus obras, o de Ravel, o de Granados…
Valery Laarbaud fue escritor, poeta, ensayista, traductor y crítico literario. Para que lo sitúe en el tiempo, vivió en Alicante cuando en España reinaba Alfonso XIII y en la capital alicantina fueron Alcalde Manuel Curt Amérigo, Ricardo Pascual Del Pobil y Antonio Bono. En su Diario alicantino destacó “mis paseos a lo largo de la Explanada y los bellos colores de las nubes reflejadas en el agua del Puerto. Todo el goce y la felicidad del mundo parece haber huido del norte para trasladarse aquí, en esta atmósfera luminosa y transparente, la calidad exquisita del aire y de la luz a las ocho de la mañana, el silencio, la calma sobre el mar desierto, la juventud de todo”. Pues eso.