Opinión

Carratalá, el ministro

Opinión. Pascual Rosser Limiñana

| Radio El Campello

Carratalá, el ministro

Opinión. Pascual Rosser Limiñana

Nació para ser soldado, aunque sus padres lo matricularon para ser cura esperando que le naciera su vocación durante sus estudios, y si así fuera, ya lo tenían colocado, pero les salió mal la jugada, no era lo suyo. Fue militar hasta llegar a General. También fue Senador Vitalicio y Ministro. Un largo bagaje de servicio a su Rey y a su patria.

Atrevido, impetuoso, valiente, lo suyo era guerrear. Vivió en un siglo en el que tuvo muchas oportunidades para demostrar sus actitudes de servicio y de mando. Destacaba por su liderazgo, tanto en la retaguardia como en las acciones de vanguardia. Se tomaba tan en serio su cometido y arriesgaba tanto que fue apresado en varias ocasiones por el enemigo y en las mismas consiguió fugarse de sus carceleros, salvo en una ocasión, aunque en esta terminó siendo liberado y enviado a España después de guerrear contra los rebeldes peruanos. En breve se lo cuento.

Permita que antes le de unos apuntes de su natalicio y de los primeros años de su formación escolar, manifestando antes u nombre: Jose Carratalá Martínez. Nació en Alicante el 14 de diciembre de 1781, hijo de Manuel y de Josefa. En su infancia sus padres lo matricularon en el Seminario de San Miguel de Orihuela donde estudió durante tres años.

Posteriormente, estudió Leyes (Derecho) en la Universidad de Valencia, licenciándose el 14 de marzo de 1808. Volvió a Alicante en vísperas del inicio de la guerra de la independencia española (2 de mayo de 1808) por la invasión napoleónica del territorio nacional, la retención en Valençay del Rey Fernando VII y la imposición de un nuevo monarca designado por Napoleón, su hermano Jose Bonaparte, llamado popularmente Pepe Botella por su afición al vino.

En Alicante, Carratalá formó parte de la junta de Salvación. Entre sus cometidos estuvo proteger a los empresarios de origen francés afincados en esta ciudad y a los alicantinos afrancesados que veían con buenos ojos las reformas en la administración del Estado que propondría Napoleón. Al estallar la guerra, el pueblo exaltado se propuso linchar a algunos de ellos a los que veían como espías, traidores, o enemigos. A más de uno Carratalá le salvó la vida, ya con la soga al cuello. Otro de sus cometidos fue el reclutamiento de soldados con los que formó un regimiento de 1700 solteros, Estos debían tener una edad entre 16 y 40 años, se incluía a los que habían cometido delitos de contrabando y deserción previo indulto, así como a los miembros del clero. Ya ve, todos ellos fueron llamados a filas, que había que salvar a la patria. Quedaron exentos los solteros que fueran jueces, magistrados y jefes de oficinas principales, siempre que se comprometieran a mantener el orden público en la ciudad y a no paralizar la administración pública judicial y política. Como Subteniente, Martínez los lideró en la ciudad de Alicante, y en Almansa en busca de las tropas francesas que suponían pasarían por allí.

Ascendido a teniente el 18 de julio de 1808, participó en la batalla de Tudela el 23 de noviembre. Era uno de los que más arrojo ejercían, dando ejemplo a su tropa. Caminaba de pie mientras otros se agachaban, sorteando sin miedo los disparos del enemigo. Era de los que no se escondía de las bombas, con su actitud animaba a la victoria a sus subordinados. Tuvo la suerte de evitar la muerte, pero sufrió tres heridas en combate.

Pero seguía adelante al servicio de su patria y de su Rey. Lo encontramos de nuevo participando en el segundo sitio a Zaragoza. Fue ascendido a capitán (17 enero 1809) y a teniente general (9 marzo 1809). Tras la capitulación fue hecho preso, llevado a Pamplona a un hospital militar donde fue recluido mientras curaba sus heridas. Entre tretas y engaños, consiguió escaparse. Recuperar su libertad era su objetivo y lo consiguió.

En la oscuridad y protegido por las sombras de la noche, después de varios días de duro camino, consiguió cruzar las líneas enemigas y volver con los defensores de la independencia española. No buscó excusas, ni heridas de guerra, ni dolores, se presentó a sus superiores para seguir defendiendo su bandera. Participó en varias batallas con el Segundo Batallón de Saboya a las órdenes del General O´Donnell. Participó en el sitio de Tortosa (1811), volvió a sufrir heridas y, de nuevo, fue hecho prisionero y llevado a un hospital zaragozano. Otra vez se escapó, se había hecho un experto en fugas. Y volvió a filas, participando en la batalla de Vitoria (21 junio 1813).

Terminada la guerra de la independencia después de expulsar de España a Napoleón y a su ejército, repuesto Fernando VII como Rey, trascurridos unos meses de descanso entre sus familiares y amigos, le llegó un nuevo destino: América. Marchó en febrero de 1815, formando parte de la expedición del General Morillo. Participó en varias escaramuzas con los indígenas allí donde fue destinado. Consiguió un nuevo ascenso, el de coronel (30 julio 1816). En Perú, le nombraran Brigadier en 1822 y Mariscal de Campo un año después.

En 1817, se enfrentó a las tropas de Güemes en Salta y Jujuy a las órdenes del General De la Serna. Participó en la reconquista de la ciudad de Jujuy. Allí le pasaría algo que le marcaría para siempre. Todo lo serio que parecía con su uniforme militar, era dicharachero, simpático y servicial cuando estaba a gusto entre sus allegados. En esas tertulias, en esos encuentros, quedó prendado de una rica mujer sureña. Ana de Gorostiaga y Rioja era su nombre. Fue un flechazo en toda regla. Se rindió a sus encantos, se enamoró de ella y sólo deseaba casarse. Y lo consiguieron, un año después.

En la batalla de Ayacucho, fue hecho prisionero, junto al Virrey de Perú, en una batalla desigual con un enemigo mucho más numeroso. Después de una temporada encerrado entre rejas fue liberado y regresó a España (1825). Fue nombrado Jefe de Estado Mayor, y destinado a Vascongadas como Comandante General. Posteriormente, pasó por las Capitanías Generales de Extremadura, Murcia y Valencia. Después de nombrarle Capitán General de Castilla la Vieja (diciembre 1837), renunció al cargo porque la Reina Isabel II le nombró Ministro de la Guerra. Era enero de 1838. No duró mucho. Dimitió dos meses después por razones de salud. Lo que parecía el fin de su carrera militar y política para ejercer la vida sosegada en la capital de la Corte, se truncó pronto porque requirieron sus servicios de nuevo. Y allí se fue para ejercer sus nuevos cometidos, que no fueron pocos.

Como Teniente General fue nombrado Capitán General de Andalucía (1839) y Castilla la Vieja (1840). Fue Senador por Sevilla en 1841, y vitalicio a partir de 1853, un premio a una vida de servicio a España. A partir de 1844 se afincó en Madrid. En diversas ocasiones fue condecorado con muchos reconocimientos como las Grandes Cruces de San Fernando, de San Hermenegildo y de Isabel la Católica, honores concedidos por su arrojo, lealtad y valentía. Falleció en 1855 después de una vida plena, llena de acontecimientos.

Si quiere conocer más sobre su vida, consulte su biografía en la Real Academia de la Historia o en el Archivo General Militar, fuentes consultadas que me han servido para escribir esta crónica de este personaje. Allí encontrará más detalles de su acontecer cotidiano.

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