La ejemplaridad no es una opción: es la base de la democracia.
Opinión: Ángel Sánchez
La confianza ciudadana en las instituciones democráticas no se pierde de un día para otro: se erosiona poco a poco. Con cada silencio, con cada sospecha que no recibe respuesta. Y cuando esa desconfianza se instala, no hay relato ni discurso que la repare. Solo los hechos, la transparencia y la ejemplaridad pueden intentar reparar la brecha que, de lo contrario, se agranda siempre en beneficio de la antipolítica y, por lo tanto, de los movimientos antidemocráticos.
En El Campello, como en cualquier municipio, el Ayuntamiento no es una entidad abstracta: es la casa común; es quien gestiona el dinero público para, a través de los representantes electos, mejorar, en lo posible, la vida cotidiana de la ciudadanía. Por esto, cada representante electo tiene una responsabilidad que va más allá de la gestión: tiene la obligación de comportarse con escrupulosa legalidad, con claridad en sus actos, y con ejemplaridad en su conducta.
A cualquier ciudadano se le exige cumplir la ley. A un cargo público se le exige, además, demostrarlo todos los días. Porque la legitimidad democrática no se hereda ni se presume: se gana día a día, con comportamientos que refuercen la confianza, no que la debiliten.
La legitimidad democrática no se agota en el origen electoral. No basta con haber sido elegido: hay que gobernar con legalidad, con transparencia y con respeto escrupuloso a los procedimientos. Porque la legitimidad se construye también en el proceso, en el día a día, en cada decisión que afecta a lo público. Y si ese proceso se pone en duda, si se sospecha que se han vulnerado controles, que se han camuflado gastos, que se ha eludido la rendición de cuentas, el problema no es solo del gobierno de turno: es un problema de la institución. Es un problema de la democracia, y por lo tanto, es un problema de todos y todas.
Cuando surgen dudas sobre la gestión de fondos públicos, el silencio institucional no puede ser una opción, pues se convierte en una renuncia a la pedagogía democrática. Y sin pedagogía, la política se convierte en rumor, en sospecha, en distancia. La ciudadanía necesita saber que sus representantes no solo cumplen la ley, sino que lo hacen con luz y taquígrafos. Que no se esconden tras la burocracia ni tras discursos exculpatorios que más parecen huidas. Que entienden que gobernar, también es explicar.
La ejemplaridad no es un lujo moral: es, en estos momentos más que nunca, una exigencia democrática. Y cuando se vulnera, no solo se pone en riesgo una factura o una partida presupuestaria. Se pone en riesgo el, insisto (hasta la saciedad si es preciso) débil vínculo entre ciudadanía e instituciones. Por eso, ante cualquier polémica, la respuesta no puede ser el silencio. Debe ser la palabra, la documentación, la rendición de cuentas. Porque solo así se defiende la democracia: con hechos, con verdad y con ejemplaridad.