La vigencia del pensamiento de Olof Palme en tiempos de oscuridad
Opinión: Ángel Sánchez
En un mundo donde los sátrapas resurgen con renovada arrogancia y las guerras deshumanizantes se multiplican (Palestina, Ucrania, pasando por Sudán, Yemen o el Sahel) el legado ético y político de Olof Palme se vuelve no solo vigente, sino urgente. Su voz, que en los años setenta y ochenta del siglo XX denunció sin ambages las dictaduras latinoamericanas, el apartheid sudafricano y la represión soviética, resuena (o debería hacerlo) hoy como un faro moral en medio del cinismo geopolítico y la indiferencia institucional.
Palme no fue un pacifista ingenuo ni un diplomático tibio. Fue un socialdemócrata que entendía que los derechos humanos no podían subordinarse a intereses estratégicos ni a equilibrios de poder. En la Conferencia de Helsinki de 1975, su defensa radical de la dignidad humana se convirtió en una plataforma internacional que incomodó tanto a Washington como a Moscú. Su valentía consistía en aplicar el mismo rasero ético a aliados y enemigos, sin doble moral ni cálculo electoral.
Hoy, cuando gobiernos autoritarios consolidan su poder mediante el miedo, la propaganda y la represión (y cuando incluso democracias consolidadas normalizan la violencia estructural y el racismo institucional) el pensamiento de Palme nos recuerda que la neutralidad ante la injusticia es complicidad. Su insistencia en que la política exterior debe estar guiada por principios y no por conveniencias es una lección que Europa y España deben aplicar sin ambages.
Las guerra en Ucrania y el genocidio sionista en Palestina, con su carga de sufrimiento civil, desplazamiento forzado y destrucción de derechos básicos, exigen una respuesta que no se limite a la condena retórica. Palme nos enseñó que la solidaridad internacional no es un gesto simbólico, sino una práctica política que debe traducirse en presión diplomática, acogida humanitaria y apoyo a las fuerzas democráticas. Su visión de una comunidad internacional basada en la justicia y la cooperación contrasta con el actual desorden global, donde el derecho internacional es violado sistemáticamente y las instituciones multilaterales se ven paralizadas por el veto y la inacción.
En estos días atribulados, reivindicar a Palme no es un ejercicio nostálgico, sino una apuesta por la decencia política. Es recordar que la defensa de los derechos humanos no es una opción, sino una obligación. Que la paz no se construye con equidistancia, sino con coraje. Y que la dignidad humana, como él decía, no puede ser negociada.
Aunque tardía, la respuesta de España ante el genocidio sionista representa un gesto de humanidad que nos sitúa, por fin, donde siempre debimos estar: del lado de los derechos, de la vida, de la dignidad. Porque no ser conscientes del genocidio, no querer verlo o justificarlo es, de quienes lo mantienen, haber perdido definitivamente las mínimas esencias de humanidad.